Fillo de Runcamanqui

 

-Viene el viento del norte -me dijo el roble.

Abro los ojos: las nubes, en las noches de luna llena, comienzan lentamente a moverse. Allá, en la cordillera, me mojaban la cara. Las nubes me recuerdan algo que he perdido.

-Pronto llegará la lluvia.

Sólo recuerdo que he despertado de un profundo sueño, al pie del roble. Los árboles, los animales, el viento y el agua me aseguran que estoy desnudo, pero nunca me han sabido decir qué es eso.

Recuerdo, en la caverna de la cordillera, el rumor de la lluvia que se transforma, poco a poco, en plumas y lágrimas blancas: comienza a nevar profundamente. Nevaba en mi sueño. El sueño es como correr bajo un campo nevado: la nieve del sueño es tibia como una caverna. Hay una sombra que me toma en sus brazos: sé que me protege, y se mueve alrededor del fuego, que es como el ojo del Búho. Las llamas proyectan esa sombra contra unos muros.

-Acabas de despertar -dice Pensógenes, el Búho desde el roble.

-¿Qué es despertar? -le pregunto.

Se queda inmóvil atento: sus grandes ojos se clavan en mí. De cuando en cuando mueve una pata.

-El sueño es como un río muy hondo -agrega-. Y en el sueño se ve lo que fuimos y lo que seremos.

El potrero es una luna dorada bajo la luna, y el sueño es entrar en un río. El Búho se mete en un hueco del tronco. Luego regresa donde estoy.

-Búho, Búho, Búho -repito-. Te llamabas Búho...

-Hasta aquí llegaron, hace muchos, muchos años, unos hombres que venían del otro lado de la Tierra, y pusieron nombres a las aves, y a los animales, y a las plantas, y a los ríos, y a las montañas. . . -continúa el Búho-. ¿De dónde vienes tú? ¿Por qué no hablas como lo hacen los hombres que yo conozco?

-No sé de dónde vengo.

Pensógenes voló alrededor del roble, descendió y vino a posarse sobre mi hombro.

-Eres muy extraño: no hablas, y te escucho, sin embargo. Te siento como si tu voz entrara en mi cabeza. ¿Quién eres?

-Te vi, y supe, de inmediato, que te llamabas Búho: Pensógenes, el Búho, el de los Ojos Vigilantes.

-No tienes plumas, como yo. No tienes garras, como el gato montés. No tienes pétalos, como el copihue, y sabes cómo hablan. No tienes alas, como la bandurria que anuncia la lluvia. No tienes antenas, como Cerambio, el Insecto. Te pareces y no te pareces a los hombres. No eres nube, y sabes cómo ellas conversan. No hablas, y eres capaz de expresarte en nuestra lengua. ¿Cómo te llamas?

Y volando llega hasta mi hombro, rozando una de mis orejas.

Busqué, otra vez, el sueño que había tenido en la caverna -casi al amanecer, cuando la cabeza de puma del sol surge sobre la Cordillera-, y traté de recordar qué había soñado, dónde estuve esa noche. Pero me fue imposible.

-¿Qué estabas haciendo cuando despertaste? -preguntó Pensógenes.

-Estaba tendido cerca de la boca de la caverna, y sentí que algo subía por mi mano.

-¿Qué era?

-Movía rápidamente sus patitas: su cuerpo, fino y alargado, corría y corría sobre mi mano. Me miró, y me dijo: "Abre bien los ojos. Me llamo Cerambio, el Insecto, y desde ahora seré tu compañero".

Pensógenes se movió nervioso.

-Entonces oí que alguien me llamaba en el sueño. La voz me ordenaba algo. Sobre la boca de un volcán brillaba un fuego tan redondo como tus ojos, Pensógenes. Y de súbito, el fuego comenzó a girar, a girar y a girar, y se elevó velozmente sobre el cielo.

-¿Y qué más?

-No puedo recordar más. Creo que alguien borró de mi memoria eso, y me hizo creer que todo había sucedido en el sueño.

-No fue en el sueño. Eso fue hace ya mucho tiempo.

Pensógenes voló hasta el roble, se introdujo en su casa, y pronto surgió de él trayendo algo parecido a una hoja blanca. Me la entregó.

-Los hombres la llaman papel -explicó.

Sobre el papel había unas líneas sinuosas, como las que traza don Treta, el Zorro, cuando quiere despistar a quien lo persigue. Y unos círculos del color del fuego. Y unas como ramitas negras.

-No sé qué es esto, Pensógenes.

-Sí lo sabes. Dime lo que dice allí.

-No puedo.

-¡Sí puedes! -exclamó, colérico, Pensógenes-. Hazlo. Puedes hacerlo.

La hoja de papel pesaba en mi mano como una roca.

-No, no puedo -insistí.

Pensógenes me dijo:

-Ven. Sígueme, entonces.

Y cuando llegamos a un valle, después de una noche de camino, vimos cómo surgían muchos limoneros.

El Búho ordenó:

-Dime qué dice el papel.

Sentí como si alguien me desgarrara la piel.

-Fillo. . . -Te llamas Fillo -dijo el Búho-. Fillo...

-Me llamo Fillo. Fi-llo -repetí-. Pero, ¿de dónde vengo?

-No había querido decírtelo hasta ahora. Pero vi el fuego redondo. Vi cómo descendía del cielo, y cómo de él bajaban unos hombres. Eran hombres parecidos a los que habitan allá abajo. Descendieron cerca de la caverna, y allí te dejaron. De esto hace ya diez años, según miden el tiempo los hombres.

-¿Conoces a tus padres?

-Sí. Pero murieron.

-¿Y dónde están los míos?

Pensógenes alzó la cabeza, y miró a las montañas:

-Tu madre...

Me sentí, de nuevo, en el sueño, y un resplandor giró dentro de mi cabeza.

-. . . murió cuando tú naciste.

-¿Y mi padre?

-No sé. Puede que haya regresado al fuego circular. Puede que no...

Repetí mi nombre:

-Fillo, Fillo, Fillo...

Y el viento, la Cordillera, los volcanes, el río y los limoneros lo escucharon por primera vez.

Entonces apareció el Zorro.

 

 

Veo, ahora, mi mano sobre la cola del Zorro. Don Treta ha volteado su cabeza para mirarme, y sé que no me hará daño: El Zorro se acerca a lamerme la mano..

-Deberías tener cuidado, Fillo -aconseja el Búho-. Don Treta es peligroso. He visto cómo ataca a otros hombres...

Me tiendo al pie de una pequeña cascada, y el Zorro viene a acompañarme. Se acuesta a mis pies, mientras Pensógenes vuela a la rama de un arrayán. Don Treta hunde el hocico entre sus manos. y mueve ceremoniosamente la cola, mientras mi mano pasa y vuelve a pasar sobre su pelaje plateado.

-No te fíes -dice Pensógenes.

Pero el Zorro cierra los ojos, suspira, y sigue moviendo la cola.

-¿Por qué habría de hacerle daño? -explica don Treta al Búho, que sobre el arrayán mueve muy nervioso sus patas-. Fillo es ya mi amigo.

-¿Sabes dónde está mi padre? -pregunto al Zorro.

Se ha sentado, y mientras trata de recordar, la luna comienza a surgir sobre las montañas.

-¿Tu padre? Yo te ayudaré a encontrarlo.

-Y yo también -dice Pensógenes. Y desciende del arrayán para detenerse sobre mi hombro.

-Vamos -dije-. Pero antes de salir a buscarlo, volvamos a la caverna.

-Lo primero que habrá que averiguar -dijo Pensógenes- es qué ocurrió con el fuego que subió al cielo. El cóndor puede saberlo...

-O no -agregó don Treta-. No me gusta mucho el tipo ése: es muy arrogante. Repite, una y otra vez, que no se llama cóndor, sino manqui, y que todas estas tierras son su casa. Por eso habla de su Rucamanqui. Y, además, me molesta su gorguera blanca...

-Y tú lo dices -sonrió Pensógenes-. Ves la paja en el ojo ajeno, y no la viga en el propio. Bueno: vamos allá.

Entonces apareció Cerambio.

-¿Quién te llamó aquí? -preguntó el Búho.

Cerambio movió sus larguísimas antenas, y de improviso alzó el vuelo cruzando cerca de Pensógenes.

-Eres muy sabio -dijo Cerambio-, pero muy majadero. -Y señalándome agregó-: Yo sabía que

Fillo necesitaba mi ayuda. El viento me trajo su nombre y su mensaje. Busca a su padre, ¿no es cierto?

-Así es -dijeron al mismo tiempo don Treta y Pensógenes-. Y nosotros le ayudaremos a encontrarlo...

-Vamos, entonces -dijo Cerambio, devorando, al pasar sobre el pétalo de un copihue, una gota de rocío.

 

 

Don Treta, Pensógenes y Cerambio sienten frío, y esperan que yo les encienda el fuego. Ha comenzado a llover. Estalla la tempestad: corren en el cielo las piedras del trueno, y los rayos se clavan en la montaña. Allá, en la ladera, cae un rayo sobre la copa de un raulí. Recojo algunas ramas secas que están en el fondo de la caverna, y las miro durante mucho tiempo hasta que surgen las llamas. Don Treta y Pensógenes observan asombrados, alrededor de las llamas. Cuando las llamas se hacen más intensas, don Treta se frota las patas de puro contento; Pensógenes mueve sus plumas, y Cerambio me hace cosquillas con sus antenas, señal de agradecimiento.

-Mañana partiremos -dice Pensógenes-. Y si no lo encontramos en las montañas, bajaremos a los potreros. Y si allí no está, iremos hasta las casas de los hombres.

El Zorro se relamió los bigotes.

-Y nos serviremos algunas gallinas...

-Tú siempre pensando en las gallinas -señala el Búho-. Siempre, claro está, que no se trate de gallinas negras con trece pollitos.

Don Treta se estremeció.

Cerambio temblaba.

Pensógenes caminó, pensativo, hasta la entrada de la caverna: voló hasta un coigüe, y escondió la cabeza debajo de sus plumas.

El Zorro se tendió sobre mis pies, y me dijo con cierto temor que se reflejaba en un pequeño temblor de su hocico:

-¡Y la gallina negra con trece pollitos! Ojalá que no la encontremos en nuestro camino...

Me levanto y salgo de la caverna. La tempestad amaina. Comienza a soplar el viento del sur.

Brilla el ojo de la luna. Y alguien me llama desde muy lejos, desde las casas de los hombres:

-Fillo. . .

 

 

Hemos salido de noche. EL Búho va sobre la espalda del Zorro, y a cierta distancia lo sigue, volando, Cerambio, fino como el agua del estero que cruzamos: la luna pone extraños reflejos sobre su cuerpo, y de cuando en cuando emprende el vuelo en compañía del Búho. Bajamos por un pequeño sendero. La luna queda oculta detrás de un coigüe, hacia donde Cerambio vuela para despedirse de su mujer, de sus hijos y de sus padres, que están muy viejos. Comienza a llover. La lluvia, débil al comienzo, cae después con más intensidad: brilla la cola del Zorro, y se hace dos veces plateada con la luz de la luna. Cerambio me ha pedido permiso para dormir bajo mis cabellos.

El Zorro, de improviso, se detiene. Aguza las orejas. Mueve la cola rítmicamente.

-Hay algo allí. Detrás de ese maitén -advierte.

Un leve rumor de hojarasca pisoteada.

Pensógenes se mantiene atento. Vuela hasta llegar a mi hombro, y me susurra en la oreja:

-Es un niño.

Entre las ramas aparece un rostro.

-¿Quién eres? -le pregunto con la mirada.

No me ha contestado. Levanta su mano derecha, y con uno de sus dedos indica algo que debe estar cerca de sus pies.

Cerambio baja, rápido, por mi sien, y me dice:

-Aquí hay un entierro.

El Búho afirma con la cabeza.

-¿Sabes quién soy yo? -pregunto al niño.

Con los ojos ha dicho mi nombre.

-Los hombres del fuego me lo comunicaron.

-¿De dónde vienes? ¿Sabes a quién busco?

Su respuesta me ha llegado de inmediato.

-No te diré de dónde vengo. Pero hace muchos años vi a otros hombres bajar del fuego redondo, y te dejaron allá, cerca de la caverna...

-El Búho -interrumpo- cree que mi padre volvió con ellos.

-Pensógenes es un sabio, pero no sabe más que lo que yo sé...

Desde la otra orilla del estero, don Treta me advierte:

-Aquí cerca tiene que haber un entierro. Justamente donde está el niño. Puede haber monedas, muchas monedas -afirma con los ojos brillantes-. Detengámonos aquí.

Cuando voy a contestarle que no, el niño desaparece.

La noche avanza sobre los esteros y las montañas. Arranco de un roble algunos digüeñes, recojo avellanas, frutillas y huevos de codorniz, y me preparo a comer. Don Treta, Pensógenes y Cerambio han saldo a cazar. Luego de beber en el arroyo, el mundo comienza a transformarse: apoyo la cabeza sobre el tronco de un peumo, y entro en el sueño. Toda la tierra y los bosques parecen, entonces, iluminarse.

¿Dónde está mi padre?

Búscalo, me dice la zarzamora.

Búscalo, me piden los arrayanes.

Búscalo, me grita, desde la Cordillera, el cóndor.

Búscalo, canta un laurel mientras se inclina sobre mi sueño.

Y yo me desprendo de mi cuerpo: soy el laurel, y el arrayán, y la luna, y siento cómo me hundo en las profundidades de la tierra. Y vuelo sobre las montañas, porque soy el cóndor. Y desde arriba los bosques de pinos se ven tan oscuros y tiernos como las noches. Y soy el agua que cae desde la vertiente. Y el puma que baja hasta las casas de los hombres. Y una espiga de trigo del potrero, y el sol que lo cubre...

¿Dónde?

Cuando despierto, veo que don Treta está frente a mí. Me mira aterrorizado.

Por el sendero avanza un enorme perro negro.

 

 

Temblando, el Zorro se pega a mí. Y cuando paso la mano sobre su cabeza, siento que sigue estremeciéndose.

-Es el Cachudo -advierte.

El perro camina lentamente hacia nosotros. De su piel brota una luz sangrienta; sus ojos brillan como soles pequeños, y su lengua está rodeada por un nimbo luminoso.

-¿Dónde van? -pregunta.

-¡Aléjate! -me susurra don Treta. El Zorro corre rápidamente, y se pierde en el bosque.

-¡Huye! -insiste Pensógenes desde la copa de un roble-. Te condenarás si lo tocas. ..

Las nubes han cubierto la luna. La oscuridad se hace más intensa. El perro viene hacia donde estoy, y escupe un líquido fosforescente.

-¿Dónde vas? ¿Qué buscas? ¿No sabes que por aquí no se puede pasar? ¡Contesta!

Le digo a Cerambio que se le acerque. Y él, que es tan rápido como el viento del sur, vuela un poco y se enfrenta al perro.

-¿Quién eres? -pregunta.

-Soy Cerambio. Y tú, ¿quién eres?

El perro vacila, y asombrado pregunta:

-¿No me conoces? Soy el Malo.

-¿Quién?

-¡Soy el Diablo!

-Y eso, ¿qué es? -interroga Cerambio, que sigue volando alrededor del perro.

El perro escupe con desprecio.

-Necesito saber qué hacen ustedes aquí, y qué buscan.

-Buscamos al padre de Fillo. . .

-Bajó desde el fuego redondo -explica el perro-. En vano lo buscan. Volvió al fuego redondo, que subió al cielo...

-¡Mentira! -exclama el Búho-. Eso sólo Dios lo sabe.

-Dios es un envidioso. Yo sé más que él.

El Búho voló alrededor de la cola del perro, y éste giró en redondo para tratar de alcanzarlo.

-Tú no puedes saber más que Dios -aclaró Cerambio-. Eres un mentiroso. Y además un perro hediondo.

El Zorro, al cual ya se le había pasado el miedo salió del bosque. Me acerqué al perro, y retrocedió. Me acerqué aún más, y siguió retrocediendo. Su luminosidad comenzó a disminuir. El Búho trazó, entonces, en el aire de su vuelo, una cruz.

El perro negro se esfumó.

Comenzó a amanecer.

 

 

Y pasaron días y noches, noches y días, y preguntamos a las flores y a los pájaros y a los ríos y a la lluvia y a la luna y a todas las cosas que nos rodeaban dónde estaba mi padre. Pero no supieron decirnos dónde se encontraba.

Hasta que un día Cerambio, que tiene su casa en el coigüe y se alimenta de rocío, regresó para indicarme que debíamos bajar hacia donde el sol desaparece. Y después de una luna vimos, desde lejos, cómo surgía el humo de las casas de los hombres, y uno de ellos cruzó cerca de nosotros sobre un caballo negro, mientras lo observábamos escondidos detrás de unos cromos. Luego pasó otro, y otro, y otro. Y los hombres eran seguidos por muchos perros. El Búho y el Zorro desaparecieron. Sólo Cerambio me acompañaba.

-Voy a ver de qué se trata -me advirtió.

Y voló hasta perderse en el atardecer.

Me tendí a la orilla de un estero, y luego de comer un puñado de avellanas, me quedé dormido.

Al amanecer, Cerambio me despertó:

-¡Huye rápido! ¡Los hombres te buscan con lazos y perros y caballos...!

Un brazo muy largo, que salía de un hombre que cabalgaba, me apretó la garganta, y me derribó.

Escuché voces que decían:

-¡Cuidado, que puede ser peligroso! ¡Amárrale las manos a la espalda!

-¡Llévenselo laceado hasta las casas...!

Me levanté con gran esfuerzo. El brazo seguía atado a mi cuello. Tropezando y tropezando, me arrastraron.

-Qué cosa más rara. Los perros no lo han mordido... -dijo uno.

-Incluso parece que lo conocen -agregó otro-. Y es mudo.

Oí el grito del Búho. Me decía que no intentara atacarlos, que me quedara quieto.

¿Y por qué habría de atacarlos?

Cuando llegamos a las casas, después de atravesar potreros y cruzar cercas y caminos flanqueados por álamos que, por primera vez, no supieron hablarme, me desataron y me observaron silenciosos durante un rato.

-No es peligroso -dijo uno de ellos alto y ,con el cabello blanco, que parecía mandar sobre los demás-. No lo molesten. Tráiganle una camisa, un pantalón. Y comida.

Un niño se adelantó, y avanzó hacia donde yo estaba: me tendió algo parecido al reflejo de la ¡una en el agua, abierto por arriba. Olía bien.

-Es harina tostada -me dijo Cerambio-. Cómela: es muy buena. Y cuando la comas, guárdate esa que se llama lata...

Metí los dedos en ella, pero el niño me sujetó la mano, y me pasó una cosa que él llamó cuchara y que está hecha con la carne del árbol.

Tenía mucha hambre, y comí rápidamente. Sentí, entonces, el sol en mi boca, y recordé un campo de espigas que ondulaban bajo el sol.

Pero algo se había desmoronado en mí, como un árbol que cae derribado por el rayo de la cordillera.

 

 

El niño llega cerca del roble, en cuyo tronco estoy apoyado.

-¿Por qué no hablas?

-No sé hablar, pero sé que entiendes lo que te digo.

El niño me miró asombrado. Sentí que no me tenía miedo, como los hombres que me habían traído amarrado.

-¿Cómo te llamas?

-Fillo.

-Oigo tu voz aquí.

Y señaló su cabeza.

-Buscas a alguien, Fillo.

-¿Cómo lo sabes?

-No sé. Nadie me lo ha dicho...

-Tal vez el Búho. ¿O el Zorro?

Cerambio salió volando desde mi oreja, giró alrededor del niño, y se detuvo sobre una de sus manos.

-Qué lindo es. Parece un príncipe -dijo el niño sonriendo.

-Es un príncipe.

-Y tú, ¿hablas con él?

-Sí. Y con el Zorro, y con el Búho. . .

-A veces yo también lo suelo hacer: converso con el Búho, cuando viene a pasar unos días a mi casa. Pero no me contesta como tú. Sin embargo, una noche sentí que alguien me hablaba desde la Cordillera. ¿Vienes de allá?

-Allá me dejaron. Mi madre murió, y mi padre desapareció. Lo busqué por todas partes. Pero no lo he encontrado.

-Cuando duermo -explicó el niño- suelo sentir con más fuerza esa voz. Y la voz me dice que un día alguien vendría desde la Cordillera y me hablaría conmigo sin que moviera la boca ...

-¿Cómo te llamas?

-Rubí.

-Y eso, ¿qué significa?

-Es una piedra preciosa. Tiene mucho valor. Y los hombres la buscan.

-¿Cómo las piedras de las montañas? ¿Cómo las piedras que corren en los esteros?

-Los hombres dicen, Fillo, que esas piedras no tienen ningún valor. Pero yo sé que lo tienen. No hay nada más bonito que una piedra de río, sobre todo cuando el sol de la tarde la toca. Parece de oro...

-Es de oro. Y son también de oro los campos de trigo, y los ojos del sol, y la fina lluvia de los aromos. . .

-¿Quieres venir a mi casa? Allá podrás dormir.

-Me quedaré aquí, al pie del roble.

-¿Toda la noche?

-Toda la noche, y la noche que sigue, y la que siga...

-¿No sientes frío?

-¿Qué es el frío?

-Duermes, a veces, a pleno sol. ¿No sientes calor?

-¿Qué es el calor?

-¿No te enfermas?

-¿Qué es la enfermedad?

-¿Quieres que te traiga de comer?

-Gracias. Ya comí.

-¿Qué comes?

-Frutillas, digüeñes, pétalos de copihue y brotes de quila. Avellanas. Y, ahora, esa harina tostada que tú me traes.. .

-Me gustaría acompañarte, y salir contigo a buscar a tu padre. ¿Vendrá el Búho?

-Y el Zorro. Y Cerambio.

-El Zorro no puede venir aquí. Lo matarían. El Búho, sí. Y Cerambio, el príncipe.

Cerambio alzó el vuelo, tocando, luego, con sus largas antenas, la frente del niño. Y volvió al refugio de mi oreja.

-¿Me lo prestarías por esta noche?

-Cerambio es libre. Si él lo quiere, irá.

Se frotó sus antenas, señal de que estaba muy contento, y voló a posarse sobre la cabeza de Rubí.

-Hasta luego, Fillo. Mañana nos veremos.

Y se alejó por el potrero.

Cerambio me saludó desde la cabeza de Rubí.

-Está jugando con el trompo que le di -dice el niño.

-Pero el trompo no existe -contesta el padre.

-Mira cómo lo coloca en su mano, y el trompo gira... -agregó Rubí.

-¿No estará loco?

-Fillo dice que lo ve. Que ve la cuerda. Que siente la punta sobre la mano. Y yo veo el trompo...

-Rubí: anda a acostarte, y déjalo solo. Parece que va a llover. Está norteando.

-Déjame un ratito más...

-Bueno, pero no demasiado. ¿Comió ya?

-Sí, papá. Le di harina tostada. Le gusta mucho.

Girando sobre la copa de un roble, gritan dos bandurrias, y vuelan hacia la Cordillera.

Rubí cuenta:

-Fillo busca a su papá. Y lo acompañan un Zorro, un Búho y un Insecto. Y conversa con ellos. Y ellos le ayudan a buscarlo...

-¿Y tú también lo ayudas?

-También.

-Haces bien, Rubí.

Y se aleja hacia su casa.

Entonces aparece Pensógenes, y se detiene sobre mi hombro.

-Mala noche será ésta -sentencia el Búho.

Cerambio, detrás de mi oreja, me advierte.

-Presiento que don Treta está haciendo de las suyas. Allá en el bosque de pinos. Vamos rápido.

A la entrada del bosque, veo al Zorro: sé que va a atacar. Baja la cabeza, husmea la tierra. A poca distancia hay un ciervo niño. Se siente perdido, y retrocede. Don Treta se detiene, fija los ojos en el ciervo, mueve la cola, y avanza un poco.

Cuando nos acercamos, el Zorro me saluda como si no hubiera pasado nada. El ciervo corre a mi lado.

-¿Qué haces aquí? -pregunto al Zorro.

-Nada: daba un paseo, nada más.

-¿Ibas a atacarlo, no?

Don Treta encoge la nariz, y me mira maliciosamente:

-Nada de eso. Te repito que sólo vine a dar un paseo. Y cuando me encontré con él, quedé maravillado. ¡Es tan bonito, tan indefenso! ¡Qué hermosos ojos tiene!

-Tengo miedo -susurra el ciervo.

-Don Treta no te hará nada. Quédate tranquilo.

-¿Se hará amigo mío? -interroga.

-Para toda la vida -le aseguro.

Don Treta se acerca al ciervo, se sienta, y lo mira:

-¡Lástima! -exclama.

-¿Por qué? -pregunta Pensógenes.

-Porque ahora que somos amigos -explica el Zorro- no me lo podré manducar.

-Eres un fresco -comenta el Búho.

Indico al ciervo el lugar donde están sus padres.

-Anda. Te están esperando...

Se va corriendo y saltando bajo la lluvia fina que comienza a caer.

Y nos internamos en el bosque.

La noche llena los pinos de sonidos. En un claro del bosque cruza una gallina negra seguida de trece pollitos.

Don Treta queda paralizado.

-Tu comida está servida -dice Pensógenes, riéndose-. ¿Qué esperas?

Cerambio no se atreve ni siquiera a asomar una antena, detrás de mi oreja.

-A ti también te gustan las gallinas y los pollos -replica don Treta-. ¿Por qué no los atacas y te los comes?

La gallina y los pollitos están inmóviles en el sendero: parece como si se hubieran convertido en piedra.

-¿De dónde vienes? -pregunto.

-Del infierno.

-Y eso, ¿qué es?

La gallina, asombrada, no contesta.

-¿Has visto a mi padre?

La gallina alza la cabeza: en ella brilla una luz rojiza y destellante. Sus plumas se encienden.

Ha dejado de llover.

-Me preguntas por tu padre: él no pertenece al reino del perro negro. Pero sé que lo encontrarás cuando mueras...

El Zorro, asustado, se pega a mis piernas.

-¿Por qué no me tienes miedo? -me pregunta la gallina.

-¿Y por qué habría de tenerte miedo? Eres una gallina que cuida sus pollitos.

-Y algo más. Algo más...

A lo lejos canta un gallo.

Me encuentro súbitamente tendido a la puerta la casa de Rubí. El sol brilla.

Otro verano ha comenzado.

 

 

Pensógenes me ha dicho que, desde nuestro primer encuentro, ha pasado mucho tiempo, y el sol ha dado varias vueltas alrededor de la Tierra. Me agrega que se sorprende de no haber envejecido. Los hombres, me cuenta, miden los soles a través de unos ojos luminosos sobre los cuales hay unas patitas que giran, giran y giran muy lentamente. Y podría seguir buscando a mi padre durante eso que se llama mucho tiempo, sin encontrarlo, y lo seguiría buscando con la ayuda de mis tres amigos. Y don Treta no se explica cómo Cerambio, que ya debía haber muerto de viejo, no ha muerto, y que de seguro ese hecho tan extraordinario se debe a que es mi amigo. Y él, don Treta, piensa que como yo no sé qué es el tiempo, a mi lado no se envejece.

Rucamanqui es tan grande, para mí, como la Tierra. Pero ahora comprendo que aunque buscara a mi padre por toda ella, tampoco do encontraría.

Sólo tengo mi tarro, mi cuchara de carne de árbol, mi trompo que baila bajo la luz de la luna. Y Rubí, que nunca me ha abandonado. Ahora que ya es un muchacho, me ha dicho que se siente solo, pese a mi compañía.

Los hombres me han enseñado algo que nunca antes conociera: eso que ellos llaman soledad.

 

 

Sobre la colina del cementerio, en la noche de luna llena -mientras el viento sopla fuertemente desde el sur, me azota la cabeza y me levanta el cabello- he visto que un hombre avanza hacia mí, llevando en la mano una botella brillante. Se arrodilla como he visto que se arrodillan los hombres para invocar al Dueño del Cielo. Se ha levantado, y veo que tambalea. Con una mano levanta la botella, y con la otra traza torpemente, sobre la tierra, una cruz.

-¿Qué estás haciendo? -le pregunto.

Se yergue, sorprendido.

-¿Cómo te oigo si no abres la boca? Te siento aquí en mi frente, y no me has dicho una palabra.

-¿Qué haces aquí? -pregunto.

Vacila, y contesta:

-Busco... a ... mi muerto. Mu-er ... muerto -repite, y bruscamente se sienta sobre una piedra-. Y para conversar... con... él... necesito tomar vino. ¿Quién eres tú? -Deja la botella sobre la tierra, y me mira con ojos perdidos-. Ah: tú eres el Fillo...

El viento sopla cada vez con más fuerza.

Entonces llega el Búho.

-Una vez al mes -me explica- viene aquí a conversar con su hijo muerto. En las casas de la hacienda cuentan que está loco. O que son disculpas para emborracharse...

 

 

Y sé que ahora mi padre vendrá.

Pensaba que no lo encontraría, pero ahora sé que tiene que venir, pues hoy, en la noche, por primera vez, he sentido frío. Me levanto, y voy en busca de Rubí. Lo despierto y le pido que me preste una manta. Nunca la había necesitado cuando dormía afuera, desnudo.

Rubí me pregunta:

-Tú nunca has sentido frío. ¿Por qué lo sientes ahora?

No le contesto, y me limito a tomar la manta y a ponérmela. Y salgo de la casa.

-¿Dónde vas? -pregunta el Búho.

-¿Dónde vas? -repite el Zorro.

-¿Por qué sientes frío? -interroga Cerambio.

El trueno arrastra rocas a lo lejos. Y oigo el rumor de la lluvia, el olor de la tierra mojada y el silencio que siempre viene después de la lluvia.

Desde el roble, una voz me dice:

-Fillo. . .

Estalla la tormenta. El cielo es cruzado, una y otra vez, por las rápidas piernas del rayo.

 

 

La lluvia cae tan intensamente que no veo a dos pasos de donde estoy. Viene la escarcha: sopla el viento con enorme furia. Sólo Cerambio me acompaña, pues el Zorro y el Búho han desaparecido. Y no puedo hablar, como lo hacía antes, con el roble, y con Cerambio, y con la lluvia, y con el viento...

-Cerambio, ¿me escuchas?

Y aunque sé que está detrás de mi oreja, no contesta, porque no ha oído mi voz.

-¿Me oyes, Cerambio? -repito.

Y nadie responde.

Escarcha, ¿por qué me clavas?

Viento, ¿por qué me atacas?

Lluvia, ¿por qué caes sobre mí?

Frío, ¿por qué te siento ahora?

La noche se ilumina lentamente. Lejos, siento una tibieza que llega cada vez más cerca de mí y me envuelve. Y el frío desaparece de mi cuerpo y sobre el roble se enciende un círculo de luz.

-Fillo. . . -siento que dicen a mi lado.

Y alguien me quita la manta, me levanta en los brazos, y me lleva. Pero antes de subir hacia el círculo de luz, deja caer un papel.

Y sé que, por fin, he encontrado a mi padre.

 

 

A la mañana siguiente, el Zorro olfateó el cuerpo helado. Se dio vuelta y dijo al Búho.

-Está muerto.

-Anoche vi cómo el fuego redondo descendía del cielo y se detenía sobre la copa del roble. Un hombre bajó de él -explicó tristemente el Búho.

Cerambio voló, entonces, desde la fría oreja de Fillo hasta perderse en el cielo azul de Rucamanqui.

 

A Sergio de Ferrari y Vittorio di Girolamo

 

Sitio desarrollado por SISIB y Facultad de Filosofía y Humanidades - Universidad de Chile