MIGUEL ARTECHE

Por Hugo Montes

EL HOMBRE

Miguel Arteche es alto, ligeramente pálido. Usa anteojos de marco grueso, habla con vehemencia y sabe ser cordial, pero no prodiga su cordialidad. Miguel Arteche -cosa rara- contesta las cartas; escribe como de prisa en hojas grandes y claras, con letra segura o a máquina, siempre en orden. Es un hombre de estudio: conoce muchísimo de literatura española, inglesa y norteamericana, de poesía de Hispanoamérica. Y trabaja y trabaja. En la Biblioteca del periódico o en la Embajada; ahora en su poesía sólo, vuelto ya a Chile, su patria, luego de siete años de tareas diplomáticas en España y Centroamérica. Algo, también, en la casa: señora y siete hijos.

Hombre bueno a la vez que duro, Miguel. Sus opiniones, tajantes, llegan al hueso. No a Neruda, sí a Gabriela Mistral. Reconocimiento a Cernuda, devoción por Quevedo, distancia de Jorge Guillén. Sus poemas hablan de latigazos, de cruces, del balbuceo del rico que entra al cielo cada cien mil años. En "Los hombres prudentes" denuncia al anodino, a los tal vez y a los quién sabe, los gelatina. Pero apertura a los compañeros de generación: Hugo Correa, Guillermo Blanco, Carlos Ruiz Tagle, Rosa Cruchaga. La nueva literatura chilena descansa e acencia en lo patético, sino por fe profunda en el misterio redentor. Quien ahonda en la significación del viernes, inevitablemente se asoma al domingo pascual. Por eso, superación de cualquiera actitud negativa, tremendista o de pesimismo. La salvación aguarda. Sólo que hay que ganársela en la noche y en el frío.

Pero junto a lo fundamental, lo cotidiano. Desde la risa abierta hasta el buen vaso de vino, la gama en que se mueve el poeta es amplia y es humana. Nació el año 1926 en Nueva Imperial, donde supo de lluvias y de bosques. Luego, sobre todo, Santiago de Chile y Madrid. Pocos pero largos y saboreados viajes. Presencia en revistas de Italia, España, Uruguay, Norteamérica: De cuando en cuando, alguna conferencia suya, fundamental, apasionada, quizás de pelea.

LOS LIBROS

Esos primeros eran libros magros y de tipografía casi vaga. Hoy no se encuentran, que los tirajes fueron pequeños y la distribución escasa. ¿Dónde conseguir, por ejemplo, La invitación al olvido, de 1947? ¿O la Oda fúnebre, del año siguiente? Una nube se publicó en 1949; El sur dormido, el 50, y la Cantata del desterrado, en 1951. De año en año, como se ve, un libro, chiquito y lleno de esperanzas. Las ventas eran casi nulas, la crítica tradicional callaba. Estimulante, sin embargo, fue para el joven poeta el Primer Premio de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Concepción (1950) y, sobre todo, el Premio Municipal de Santiago (1951).

Después del medio siglo se abre una etapa de madurez en la producción literaria de Miguel Arteche. La anterior, valiosa, puede considerarse como alta búsqueda de voz propia y de gesto definitivo. La subjetividad inicial fue cediendo ante un lirismo sustentado en el enfrentamiento con las cosas, con las situaciones trascendentes, con la poesía misma. Sus libros nuevos son más variados y, si cabe, más entretenidos. Solitario, mira hacia la ausencia, Madrid, 1953, abre este período, caracterizado además en su comienzo por cierto hermetismo que el poeta eliminará poco a poco. Si antes se había insistido en una temática regional, conocida personalmente por el poeta sureño, ahora los poemas abordan las grandes cuestiones de la muerte, el dolor, la transitoriedad de lo sujeto al tiempo. El verso da en versículo manejado con maestría; el vocabulario se enriquece, la visión se ahonda. Otro continente (1957), extenso poema en tercetos que pregunta por la suerte del hombre americano, y Destierros y tinieblas (1963), universal en su temática de trascendencia, prolongan esta etapa que tiene cada día expresiones más hondas y hermosas, según puede apreciarse en los numerosos poemas hasta ese momento inéditos que recogió la Antología de 20 años (1972) preparada por el suscrito y de cuyo Prólogo nacen las más de estas líneas. Los tres últimos libros originales mencionados reaparecieron en 1965 bajo el título De la ausencia a la noche. El año anterior, en que ingresa en la Academia de la lengua, Arteche publicaba su primera novela, La otra orilla; su labor de novelista se prolongaría con la obra aparecida en Barcelona El Cristo hueco. Habría que añadir las breves selecciones Quince poemas, de 1961, y Resta poética, de 1966, Ávila, y el ensayo "La extrañeza de ser americano" (1962), para completar esta reseña bibliográfica, denotadora de una labor infatigable y de una clara evolución hacia temas y maneras de decir cada vez más universales. Trayectoria siempre ascendente, que no reniega de los primeros pasos mas los supera y los universaliza en cada nuevo libro. Responsabilidad de estudioso y de escritor, sensibilidad estética y humana, penetración en las preguntas ineludibles, comprensión ante el dolor de los pueblos, amor entrañable al oficio de poeta, muestran los escritos de Miguel Arteche.

LA POESÍA

A la primera lectura, la poesía de Miguel Arteche suele desconcertar. Algo se le encuentra de difícil, de intelectual. Su ritmo no es precisamente de tamboril y, por lo mismo, dificulta la memorización. Descansa más en el concepto que en la imagen y tiene mayor afinidad con Quevedo que con Góngora. Escasea el cromatismo, no proliferan las metáforas. Es una poesía que lleva a pensar y sentir al mismo tiempo, que "entra" en la medida que se la "entiende". Es severa y posee una cierta solemnidad a veces patética. Dentro de la lírica chilena se abre camino en forma muy personal. Tiene el rigor de Gabriela Mistral, pero no su angustia; recuerda la inteligencia de Vicente Huidobro, mas no su audacia verbal ni de imágenes. Nada tiene que ver con el humor trágico de Nicanor Parra ni con la ironía de Armando Uribe Arce. La traspasa un dejo clásico de viejos poetas españoles y, sin embargo, nadie podría dudar de su impresionante actualidad. Su versículo frecuente se ha de relacionar con la Biblia no menos que con poetas norteamericanos de hoy. El poeta aporta así un mundo de cultura a las letras del país del sur, enriqueciéndolas con una voz que, sin dejar de ser propia, es portadora de muchas otras de aquí y de allá, de entonces y de ahora. No hay afán de moda, sino natural y fecunda presencia de un artista responsable que se sabe vitalmente vinculado a la lírica del occidente.

El lenguaje es cortante, anguloso; propio de quien no hace concesiones ideológicas ni poéticas. Es reiterativo, sin embargo, como corresponde al que, seguro de una posición, insiste en ella con vehemencia. Por momentos recuerda a Unamuno. Abundan los finales de verso en palabras esdrújulas y agudas, con lo cual la asonancia -muy frecuente - apenas se percibe. Encabalgamientos que suelen ir de estrofa a estrofa quitan a éstas cualquier, peligro de rotundidad. El verso es casi prosa en muchos casos, aun en el arte menor. Pie quebrado, versículo, versolibrismo, eneasílabo desusado proliferan en esta poesía fuerte y dura. Hay en ella muchos y muy buenos sonetos, mas su ritmo se desentiende de los modelos tradicionales, ya renacentistas o barrocos, ya modernistas. Igual los tercetos, en que está compuesto Otro continente. De una ojeada se percibe su modalidad distinta, de verso cortado por mil coloquios, exclamaciones, interrogantes, encabalgamientos, citas. Dentro de esquemas dados, el poeta plasma a su amaño y para su servicio las formas métricas. Obsérvese lo dicho, en "Restaurante", soneto en que hay ternura expresada a través de una técnica cinematográfica de alteración de planos temporales y de relato fugaz agilizado por un polisíndeton insistente; de un final, no obstante, sereno, con remanso estilísticamente entregado en la repetición de la convencional frase "Este señor" que encabezaba el poema:

Este señor que come me conmueve.
Se detiene en un punto de su frente,
y piensa ayeres en la mesa, y miente
este señor que vuelve de la nieve.

Y tose y se levanta, y me sonríe
como un señor que vuelve a su pasado
para buscar la silla donde viven
las muertas hojas y el reloj cansado.

Este señor me busca, y no se atreve
a saludarme, yo no sé, y me mira
para buscar: se sienta y me solloza.

Este señor anciano que suspira
y sorbe, en las tinieblas de las nueve,
el hambre de la sopa silenciosa.

Miguel Arteche ve la realidad en una dimensión de trascendencia, es decir, las personas y las cosas están proyectadas en su poesía más allá del tiempo y del espacio inmediatos en que aparecen. Cobran con ello una significación paradójica: son más y son menos de lo que a primera vista se cree. Menos, porque en su carácter de realidad perecible, son polvo, son nada; más, porque tras su muerte asoma la esperanza de una permanencia definitiva. El tiempo no cuenta como sucesión de pasado a futuro, sino por su poder igualador en la aniquilación. Pero precisamente en esta aniquilación se incoa el nuevo perfil que ha de durar. La muerte, siempre presente, es umbral y paso, no fin amenazador. Baste lo dicho para comprender la interior afinidad con don Francisco de Quevedo, para quien la cuna y la sepultura se daban juntas y en recíprocas funciones de muerte y de nacimiento, porque nacer era empezar a morir, y morir era cuna de nueva y postrera vida. Posición más ontológica, sin embargo, que ética, en el chileno. En todo caso, ella surge con naturalidad y fluidez en el poeta y no como obra de propósito o, menos, de consigna.

Léase el poema "Cuando se fue Magdalena". Una muchacha ha partido. No se sabe cuándo, cómo ni adónde. Se ignora si volverá. El poeta sí lo sabe, porque está muerto: ella no ha de regresar. La explicación recuerda mucho del Pedro Páramo de Juan Rulfo. Dice el poema:

Cuando se fue Magdalena.
Cuando tan lejos se fue.

Nadie supo si llovía
la noche de su partida,
cuando se fue Magdalena,
cuando se fue.

Nadie vio si se alejaba
por el mar y la montaña.
Nunca se fue Magdalena,
nunca tan lejos se fue.

Nadie dijo si algún día
Magdalena volvería.
Nadie sabe.
Yo lo sé.

Nunca volvió Magdalena.
Yo, que estoy muerto, lo sé.

Está a la vista la breve alegoría del partir y del alejarse en la muerte, vieja en la poesía universal. Lo distinto estriba en la presencia en el más allá y desde el más allá del yo lírico, que va y viene por el umbral de la vida. La muerte es inicio de sabiduría en él. La reiteración obsesiva del cuando, del se fue y del nunca prepara el desenlace. La oposición entre Nadie sabe y yo lo sé se explica por el último verso, clímax del poema. Todo en éste fue avance -rápido y delgado, igual que la exigüidad del verso y de la estrofa hacia un remate de trascendencia que concede grandeza a lo que pudo ser sólo gracia.

Así la mejor poesía de Miguel Arteche, aquella en la cual se produce una alteración completa de la sucesión cronológica y en la cual se integra naturalmente lo real con la irrealidad. El fruto es un todo misterioso e inesperado, que deja en un comienzo al lector en el desconcierto y luego lo sume en un mundo cuasimítico, sostenido por la palabra del poeta. Éste ha superado la dimensión trivial, sin desentenderse de ella; ha sabido integrar, mediante frecuentes superposiciones temporales, planos diversos de la realidad y, lo que es más valioso, ha tendido un puente entre lo circunstancial y lo necesario.

Se comprende la gravedad de la poesía de Arteche. Si bien en escritos últimos -en algunos relatos breves en prosa, por ejemplo- asoma el sentido del humor, predomina una cierta solemnidad, trágica a veces, a veces más ligera. No es engolamiento ni afán de admonición severa, sino consecuencia natural de una temática humana asomada al más allá. Pero entiéndase bien: es el hombre de carne y hueso inserto en la vida cotidiana el centro de esta poesía. No hay escapismos de eternidad ni fácil consuelo religioso. Sólo que lo que se ve es más que apariencia y cobra plenitud en una realidad superadora del tiempo. Éste carece de rigidez, en cuanto el pasado es o puede ser también presente y futuro, no menos que el futuro y el presente, pasado: "porque me iré (me fui), mi Dios". El tiempo relativizado de esta manera tiene un poder destructor también relativo, pues no alcanza a la totalidad de lo humano. La esperanza, desde luego, no se malogra. Ella vence al tiempo. Y en este triunfo queda incólume el sentido de quehacer y de lucha, de vivir, en definitiva, de los hombres.

UN POEMA

El poema "El agua" integra el libro Destierros y tinieblas. Está compuesto en forma de romance, con algunas particularidades: verso generalmente eneasílabo, inclusión de tres heptasílabos (8, 15, 28), agrupaciones estróficas de cuatro versos. Son variaciones curiosas. El eneasílabo tiene una musicalidad menos marcada que el verso de ocho, tradicional en el romancero; fue Gabriela Mistral quien generalizó su uso en Chile. No es frecuente la combinación de eneasílabos y heptasílabos, menos cuando ocurre, como en este caso, en forma irregular; se está ante una suerte de pie quebrado que desazona, en la misma medida que surge de improviso, cuando no se le esperaba. Entre las estrofas quinta y sexta, en fin, hay un encabalgamiento abrupto que tiende a acercar lo que gráficamente está separado. Esta triple alteración hace del poema un romance sorprendente que obliga a relecturas y suprime de raíz cualquier eufonía excesiva. Tal; desazón, causada por elementos formales, corresponde a la que todo el poema provoca en el lector. Y el poema representa en este punto muy bien lo más de la obra de Miguel Arteche. Este es el texto:

1 A medianoche desperté.
Toda la casa navegaba.
Era la lluvia con la lluvia
de la postrera madrugada.

5 Toda la casa era silencio,
y eran silencio las montañas
de aquella noche. No se oía
sino caer el agua.

9 Me vi despierto a medianoche
buscando a tientas la ventana;
pero en la casa y sobre el mundo
no había hermanos, madre, nada.

13 Y hacia el espacio oscuro y frío
y frío el barco caminaba
conmigo. ¿Quién movía
todas las velas solitarias?

17 Nadie me dijo que saliera.
Nadie me dijo que me entrara,
y adentro, adentro de mí mismo
me retiré: toda la casa

21 me vio en el tiempo que yo fui
y en el seré la vi lejana,
y ya no pude reclinar
mi juventud sobre la almohada.

25 A medianoche me busqué
mientras la casa navegaba.
Y sobre el mundo no se oyó
sino caer el agua.

El comienzo es simple, narrativo: A medianoche desperté. Tres veces aparece la expresión "medianoche", de fácil asociación literaria con lo misterioso y atemorizador. El verso que sigue -Toda la casa navegaba- saca las cosas de su quicio. La casa es sitio de refugio al cual se llega, y representa lo estable y seguro del hombre. Es el espacio hasta sagrado en que se dan el amor, el hogar, el amparo. Precisamente lo contrario de vehículo, de la nave por ejemplo, asociable a la aventura y el peligro. Casa navegante es imagen alteradora, aterradora. ¿Imagen onírica, de procedencia surrealista? Arteche es poeta, si no racional, muy poco dado a la expresión en borbotones e incontrolada. Parece preferible buscar otro derrotero. Más adelante se habla del silencio de la casa (5) y de su ventana (10), es decir, de realidades que normalmente la acompañan. Pero el verso 14 cambia casa por barco y emplea «caminaba» en vez de "navegaba". El cruce está a la vista: casa (barco) navega (camina), en circunstancias qué parecería menos disparatado el caminar de casa y el navegar, de la nave. O sea, hay una clara voluntad de alteración, que se acentúa en las estrofas quinta y sexta, donde se dice que la casa vio al yo poético en su pasado y que ella es vista en su futuro. Es un desplazamiento, al parecer, a través del tiempo, que afecta a la casa y a quien la habita. La lejanía no es de lugar sino de pasado o futuro (22), aun cuando también se habla del norte espacial de tan extraña nave (13). Se arribará a un amanecer, mas a un amanecer postrero (4). Es inevitable, luego de esta última expresión, revisar la medianoche inicial que aparentemente no ofrecía dificultades. ¿Qué noche es ésta, aquélla, en realidad (7)? Es noche de silencio, según ya se dijo, y también de soledad, de absoluta soledad (12). Noche, además, que impide al poeta volver a la situación primera: "y ya no pude reclinar / mi juventud sobre la almohada." Noche en que no hay sino el caer del agua. Pero el agua es el medio físico indispensable para la navegación. La casa en movimiento está asentada necesariamente sobre el agua: Si ésta cae, ¿en qué, cómo se ha de sostener? ¿O se refiere el poeta sólo a la caída del agua en forma de lluvia? De ésta se habla en el verso tercero, mas precisamente allí no se emplea el verbo "caer", sino el verbo "ser". Dos excursos, uno hacia el poema "Niño" de Vicente Huidobro, analizado en estas mismas páginas, y otro hacia el poema de Arteche "Invocaciones a Nuestra Señora del Apocalipsis", podrán echar alguna luz sobre el que ahora nos ocupa. Aquél presenta la casa en su materialidad más concreta (techos, ventana, puerta) y en su función propia de dar abrigo a la familia (abuelo, madre, niño). Sólo que la puerta bate como una bandera y el techo está agujereado de estrellas, y que la familia aparece paradójicamente en la ausencia definitiva: la madre olvidada, el abuelo dormido mientras de su barba cae un poco de nieve (situación evocada en los versos de Arteche), el pequeño asociado a un pájaro muerto, sin alas. La clave está en el primer verso: "Aquella casa sentada en el tiempo". Fundamento tan inestable llevaría inevitablemente a la destrucción total de la casa y de lo que ella guarda o debería guardar. ¿No sería posible pensar que el fundamento de la casa en el poema de Arteche es también el tiempo, huidizo como el agua que transcurre? Hay una diferencia, no obstante, y es que en "El agua" la casa no aparece destruida sino yéndose con o a través del elemento sustentador. Tal diferencia quizás se aclare a la luz del siguiente excurso.

Son cuatro las "Invocaciones a Nuestra Señora del Apocalipsis". En la primera se pide la gracia de no despertar "a solas en la noche mirando / las redes fabulosas del pasado". Y se añade una petición positiva: "Haz que mi cuerpo siga tu madrugada. Interesa también la reiterada afirmación de que "Todo es noche en el mundo... Todo es noche en el Hombre". En otras palabras, la noche es tiempo vinculado con el mundo negativo; medianoche es la plenitud de esta negatividad. Despertar en ese instante significa enfrentarse con el pavor, el silencio y la desolación. Pero la noche no es hora detenida. Ella camina –navega- inevitablemente a un amanecer definitivo, inaugurador de la trascendencia luminosa y virginal. "Ungida está la noche por el alba", se lee en la Tercera Invocación, que obsesivamente repite la expresión aparecida en pie quebrado en "El agua": "cae el agua". La noche en su dinamismo lleva consigo el mundo todo, la casa y el yo. El despertar positivo ha de ocurrir en la madrugada postrera, apocalíptica, presidida por la Madre final. De nuevo el origen –madre- se vincula con el remate. La anterior asociación de cuna y sepultura vuelve a servir. Ahora se da en una personalización superior: la de María, madre de Dios -origen del origen- que ha de presidir también el final que no termina de la eternidad.

La noche es, así, compañera ineludible de la tierra (y del agua). Es sombra también que ha de pasar, que está pasando, apoyada en el agua -tiempo- que cae. A la postre, el tiempo mismo habrá pasado, caído. No habrá más navegación ni desplazamiento. En la Madre postrera el amanecer inaugura un día perdurable en que tendrá un sitio incluso la casa, ya renovada. Bien se sabe de los cielos nuevos y las tierras nuevas de que habla el Apocalipsis.

La visión de la realidad queda configurada en este doble plano de tierra y de trascendencia. Lo que ocurre en el tiempo no agota cuanto existe. Más allá hay un mundo numinoso al que se puede llegar. Pero en "El agua" se vislumbra apenas esa "postrera madrugada", gran puerto. Es todavía poema de aquí y de ahora, de agua y de tiempo. De allí la desazón y hasta la angustia que su lectura puede causar. Su complementación temática ocurre en la cuádruple invocación a la Señora apocalíptica, cuyo final de trágica a la vez que esperanzada oración vale la pena transcribir:

Nosotros, los desterrados: nosotros los desaparecidos,
los anónimos puntos de los años,
los que esperamos tu silencio,
los parias, los hambrientos
de tu amor: nosotros los últimos, los que caemos
de rodillas (de rodillas nacemos):
nosotros los del suelo:
¿qué podemos hacer para volver a verte, qué podemos
hacer para empezar de nuevo,
qué podemos hacer
en esta noche irremediable de la tierra?

En Ensayos Estilísticos Madrid. Editorial Gredos, 1975

 

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